Durante el virreinato de la Nueva España el adulterio y el divorcio fueron un tema de controversia social.
La Iglesia Católica, eje y centro de la vida cotidiana de la sociedad novohispana consideraba el matrimonio como el único medio lícito para tener acceso carnal, siempre con el fin fundamental de la procreación.
En general, matrimonio y amor casi siempre iban por caminos opuestos. De tal manera que el amor surgirá fuera de él dentro del marco del adulterio. En general, los hombres casados cometían más adulterio que sus esposas, quienes soportaban estoicamente no solamente la incontinencia sexual extraconyugal y la negación del placer femenino sino también, como se decía en la época, los "malos tratamientos", los cuales terminaban en el peor de los escenarios con la muerte de la parte más débil y, en el mejor, con el divorcio.
La Iglesia Católica, eje y centro de la vida cotidiana de la sociedad novohispana consideraba el matrimonio como el único medio lícito para tener acceso carnal, siempre con el fin fundamental de la procreación.

Una de las mayores preocupaciones de las autoridades civiles y religiosa fue evitar los escándalos y reprimir "los pecados públicos". Lo sexual se situaba, casi por definición, en el ámbito de lo peligroso y marginal. La única actividad sexual permisible era la procreativa conyugal. Por lo tanto, todas las relaciones sexuales que no entraran dentro de esta tipificación eran pecaminosas y socialmente reprobables.
Bajo estos parámetros, la Iglesia novohispana se desenvolvió durante tres siglos. La Inquisición operó bajo dos principios: represión del delito (adulterio) y búsqueda de la reconciliación (evitar el divorcio).
En este sentido, con el apoyo de las autoridades civiles, la persecución de los adúlteros concluía generalmente con la reclusión de éstos y la prohibición de volverse a ver, llegando incluso al destierro de uno de los adúlteros para evitar la recaída en el adulterio. Lo peor de todo, desde el punto de vista social, es el escándalo que provocaban estas situaciones por el mal ejemplo que se daba al resto de la comunidad. Pero, en los casos estudiados, a pesar del celo de las autoridades por evitarlo y las medidas que se adoptaban para reprimirlo será muy común la reincidencia.
La documentación oficial del Santo Oficio, concentrada en el Archivo General de la Nación, evidencia numerosas acusaciones de hombres deshonrados por los comportamientos adúlteros de sus esposas.
Esto es comprensible si entendemos los papeles sociales de ambos y el diferente tratamiento que el discurso moral y legal, como hemos visto, daban a estas desviaciones. Es claro, pues, que si los matrimonios respondían más a intereses concretos que al amor, el resultado haya sido la búsqueda del amor fuera de la pareja formal y sagradamente constituida. Así, pues la imposición de la doctrina morales y la legislación a las querencias individuales no se va a expresar dentro del amor vinculado al matrimonio, porque se relacionaba la existencia de amor conyugal con la sumisión de la esposa al marido.
La consecuencia fue que la mayoría de los adúlteros denunciados son mujeres, una razón para explicar el mayor número de adúlteras denunciadas nos la ofrece la mentalidad de la época. Una mentalidad que era más permisible con las relaciones extramatrimoniales de los hombres que con el adulterio de las mujeres, el cual, en general, no fue tan "admitido" como el del hombre. Esta mentalidad hace que las esposas, en ocasiones, "disculpen" la actitud del marido, porque al fin y al cabo "está en la naturaleza del hombre", y descarguen toda su ira contra la amante del esposo. No es extraño que el adulterio terminara con el perdón débil y cristiano de la esposa al marido adúltero y que, en ocasiones, este perdón lo determinara la mala situación económica de la esposa, quien dependía del marido.
En otros casos, las mujeres se ven obligadas a mantener relaciones con otros hombres por no tener al esposo cerca que si hiciera cargo de ellas. Esta indefensión les hacía presa fácil de la libido de hombres necesitados de calor y amores en pecho ajeno.

En este sentido, con el apoyo de las autoridades civiles, la persecución de los adúlteros concluía generalmente con la reclusión de éstos y la prohibición de volverse a ver, llegando incluso al destierro de uno de los adúlteros para evitar la recaída en el adulterio. Lo peor de todo, desde el punto de vista social, es el escándalo que provocaban estas situaciones por el mal ejemplo que se daba al resto de la comunidad. Pero, en los casos estudiados, a pesar del celo de las autoridades por evitarlo y las medidas que se adoptaban para reprimirlo será muy común la reincidencia.
La documentación oficial del Santo Oficio, concentrada en el Archivo General de la Nación, evidencia numerosas acusaciones de hombres deshonrados por los comportamientos adúlteros de sus esposas.
Esto es comprensible si entendemos los papeles sociales de ambos y el diferente tratamiento que el discurso moral y legal, como hemos visto, daban a estas desviaciones. Es claro, pues, que si los matrimonios respondían más a intereses concretos que al amor, el resultado haya sido la búsqueda del amor fuera de la pareja formal y sagradamente constituida. Así, pues la imposición de la doctrina morales y la legislación a las querencias individuales no se va a expresar dentro del amor vinculado al matrimonio, porque se relacionaba la existencia de amor conyugal con la sumisión de la esposa al marido.

En otros casos, las mujeres se ven obligadas a mantener relaciones con otros hombres por no tener al esposo cerca que si hiciera cargo de ellas. Esta indefensión les hacía presa fácil de la libido de hombres necesitados de calor y amores en pecho ajeno.

En último extremo, el adulterio podía llevar al divorcio, divorcio entendido como separación de los cónyuges que no ruptura del matrimonio, ya que, como hemos señalado, era considerado como unión sagrada indisoluble.
El divorcio era definido por los tratadistas católicos como separación legítima de lecho y de habitación pero no de vínculo sagrado. El divorcio podía ser perpetuo o temporal. Se podía solicitar el divorcio perpetuo cuando había causa de adulterio de por medio o cuando el juez estimara necesario.
Con referencia al adulterio, se entendía que fuera causa necesaria de divorcio todas las especies de lujuria consumada, como la sodomía o el bestialismo, aunque no se entendía dentro de este grupo, por ejemplo, la polución, los tactos impúdicos o los besos. Sin embargo, el causante del divorcio puede pedir al consorte, aunque no obligar, porque perdió los derechos, a "pagar" el débito conyugal.

Si se daba el caso de que tanto el marido como la mujer incurrían en adulterio, la causa de separación quedaba anulada, ya que se entendía que una injuria se compensaba con la otra. El divorcio no podía darse por voluntad propia de uno de los esposos, sino por decisión de la Iglesia.
El divorcio, por tanto, implicaba el alejamiento de los esposos, aunque no podían volver a contraer nuevamente matrimonio. Dentro de la política de intento de reconciliación, se consideró frecuentemente la posibilidad de divorcio temporal.
Como se puede concluir, en una sociedad, como la novohispana, donde lo religioso, el ámbito social y la realidad personal entrecruzaban sus caminos habitualmente, las prácticas sexuales desviadas de la doctrina oficial de la Iglesia representaban a la vez un problema religioso, un problema colectivo y un problema del individuo. Religioso, porque era una ofensa contra Dios, por lo tanto, pecado; social, porque transgredía el buen orden de las costumbres; y, finalmente, individual porque afectaba a la propia conciencia.
Dentro de esta sociedad tan dirigida y controlada, el matrimonio, instituido sagradamente por la Iglesia, fue un vínculo demasiado frágil y representó un arma de doble filo: por un lado, porque era el único medio lícito de mantener relaciones sexuales entre los sexos y, por otro, porque al llevarse a cabo por otros intereses al margen del amor, empujaba a muchas personas a buscar el amor, la pasión y el placer fuera de él en relaciones consideradas ilícitas.
Si bien las autoridades civiles y eclesiásticas procuraron que, después de un adulterio, se recompusiera la unidad marital, muchas veces esto no fue posible y la última salida fue un divorcio temporal o, en la situación más radical, una separación definitiva. El divorcio, a pesar de que no rompía el vínculo sagrado del matrimonio e impedía otro posterior matrimonio, significó la liberación de muchas mujeres de relaciones viciadas originadas en arreglos matrimoniales que concluían habitualmente en adulterio y violencia física y verbal.
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