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viernes, 31 de agosto de 2012

Leyenda de la casa de los ruvalcaba



La incestuosa casa de los Ruvalcaba(Sucedió en la hoy calle de Uruguay)

Horrendo en el relato de lo ocurrido en una casona que aún hoy levanta sus viejos muros en la que conocemos por la calle de Uruguay número 92. Se tratan de hechos monstruosos que dieron fama siniestra a la casa de los Ruvalcaba, allá en el primer cuarto del siglo XVII.

Allá por el año de 1628, es decir durante la primea cuarta parte del siglo XVII, piratas holandeses habían desembarcado en el puerto de Acapulco, muchas familias hispanas huyeron a las selvas escondiendo sus tesoros e hijas; si embargo, los piratas al mando del audaz capitán Spilberg se marcharon sin causar daño, tomaron víveres, vinos, frutas e hicieron agua dulce y se marcharon en paz. Por esos mismos días, por el canal de las Bahamas, merodeaba otro pirata sanguinario llamado Pedro Hein, este andaba en pos de naves españolas y portuguesas para arrebatarles sus tesoros; el pirata llevaba diestros artilleros y pesados cañones en ambas bandas así, el 19 de septiembre los piratas se apoderaron de una nave española que llevaba doce millones de pesos fuertes.

Por ese tiempo era virrey en Nueva España don Rodrigo Pacheco y Osorio, Marqués de Cerralvo, y todos los habitantes estaban preocupados por la presencia y hazañas de los piratas. En aquellos días vivía en la calle que se llamó de Ortega, de Tiburcio, San Agustín, de don Juan Manuel, Balvanera, San Román, Puerta Falsa de la Merced, Santiaguito y que hoy conocemos por Uruguay, un riquísimo anciano llamado don Servando de Sáenz y Ruvalcaba, quien era dueño de dos minas de oro y una de plata, cuyas vetas producían más cada día, y cuanto más tenía más avaro se hacía y su sed de atesoramiento también, evitaba el pago de diezmos y eludía llevar su metal a la Casa del Apartado. El anciano era viudo y tenía dos hijos: Manuel de 26 años y Paz de 19, pero a pesar de su abundante riqueza no les compraba nada de ropa, la poca que tenían eran casi harapos, apenas les daba de comer y no tenían criados.

Don Servando, teniendo conocimiento de los piratas que acechaban los océanos y el solo hecho de pensar en que su fortuna fuera robada, se dio a la tarea de una intensa actividad; preparó una mezcla y había comprado varios cientos de ladrillos de barro cocido, piedra y tezontle, llevó argamasa, materiales y herramientas hasta el interior de su recámara y pese a su avanzada edad y a su escaso conocimiento de albañilería, comenzó a levantar un muro.

Varias semanas después, una carreta entraba a la capital de Nueva España, al peso de la madrugada nadie osaba curiosear; el vehículo de tracción animal se detuvo ante la casa de don Servando y el caballero llamó a la puerta dando tres golpes como señal; el anciano salió a indagar quien llamaba, después con gran sigilo empezaron a descargar la preciada carga de la carreta, que eran nada menos que lingotes de oro y plata, que iba anotando meticulosamente en una libreta. Después de algunas horas de trabajo lograron descargar todos los lingotes del carromato y al poco tiempo fueron obligados a salir de la casa.

Casi al alba, don Servando había logrado meter a su recámara todos los lingotes del metal recibidos la noche anterior y después abría un cuarto secreto, el mismo que construyera en el fondo de su alcoba y en una tercera maniobra los guardaba en un cuarto secreto junto con el resto de lo que ya tenía. Concluido su trabajo, se retiró a dormir vigilando su valioso tesoro.

Al medio día llegó Pelayo, que era su administrador para recibir órdenes de trabajo; después de haber terminado sus labores, por órdenes de su patrón le comentó que muchos mancebos deseaban pedirle en matrimonio a su hija, al escucha tal cosa, el anciano se levantó furioso, como si lo hubieran movido al impulso de un resorte alegando que jamás daría en matrimonio a su hija. Esa noche don Servando tuvo horribles sueños de que sanguinarios piratas lo atacaban para despojarlo de su incalculable tesoro y que uno de esos feroces piratas se robaba a su hija Paz; el anciano despertó de tan tremendo sueño gritando desesperado y tardó tiempo para volver a la realidad y comprobar que todo había sido un mal sueño. El resto de la noche ya no pudo dormir pensando en su hija, en su tesoro y en todo; ya para el amanecer su mente enferma había ideado un plan incestuoso y perverso, en cuanto se levantó mando llamar a sus dos hijos y dijo que para que un aventurero no se hiciera de su fortuna debían casarse entre ambos. Los hermanos quedaron mudos unos momentos, estupefactos, incrédulos ante aquella orden y esta vez Paz rompió el silencio diciendo que eso que planeaba era horrible, después la secundó su hermano tachando de monstruoso ese casamiento.

Don Servando al ver que los muchachos se negaban les dio tres días para "recapacitar", mientras se cumplía el plazo a cada uno los encerró en su alcoba teniéndolos a pan y agua; si pasado ese tiempo se seguían negando los dejaría morir de hambre.

Estaban por completarse los tres días de castigo a pan y agua de los muchachos, cuando recibió la visita urgente de don Pelayo , su administrador para darle la terrible noticia de que una de las minas se había derrumbado debido a las torrenciales lluvias y amenazaba con inundarse; muchos hombres habían muerto (claro, eso no le importaba a don Servando). Una hora después el viejo cerraba precipitadamente su casa con las más fuertes cerraduras y cadenas que había y sin preocuparle nada más que su querida mina ordenó a su administrador partir en el acto.

El anciano se dedicó en cuerpo y alma a la titánica tarea de despejar la mina de derrumbes y cadáveres sin importarle la lluvia dirigía los trabajos de desagüe del mineral, el cuál duró varios días con la consecuencia de que don Servando cayera gravemente enfermo y ante la imposibilidad de trasladarlo a la capital don Pelayo lo atendió en su casa.

Tres meses después ya aliviado completamente, el anciano regresó a la capital y lo primero que hizo fue corroborar que las cerraduras estuvieran intactas, después fue al cuarto secreto donde guardaba sus lingotes de oro y plata y por último fue a abrir la puerta de cada cuarto de sus hijos; encontró a ambos muertos, descarnados, en una posición de angustia sobre el suelo, los pobres desdichados habían muerto de sed y hambre y las larvas se los habían comido, quedando solo horripilantes despojos y evidencia de una terrible agonía. El cruel avaro, lejos de condolerse por la muerte de sus hijos estalló en risotadas pues así ya no iba a tener que gastar en ellos un centavo; nada había más importante para el viejo que su tesoro, casi perdiendo el juicio colocó los esqueletos de sus hijos a la mesa y fingía hablar con ellos, convivir. Don Servando era tan miserable que cocía un caldo a base de hueso de jamón que le duraba ¡meses! y lo acompañaba con vino.

Una de las minas aumentaba su producción, así del mismo modo la codicia del anciano y su locura; una noche en vez de recibir ochenta quintales recibió la nada despreciable cantidad de doscientos once, mucho más oro que nunca la pila del preciado metal iba en aumento.

Un día de pronto la casa quedó en silencio, pasaron los meses y don Pelayo temiendo una desgracia fue a buscar la ayuda de la justicia; llegaron al lugar llamando a la puerta sin obtener respuesta, entonces todos entraron respirando una aire tétrico a humedad y abandono y de pronto los soldados hicieron el macabro descubrimiento de los muchachos muertos sentados a la mesa. A los despojos se les dio sepultura, pero de don Servando nunca se supo nada, pasaron los años y la casa se convirtió en ruinas.

En la segunda mitad del siglo XVII se funda el mayorazgo de los Cortina y esta familia compra la casona; en 1725 doña María Ana de Gómez de la Cortina hereda el condado de su apellido y casa con primo Vicente y aunque son dueños de inmensa fortuna y el mayorazgo, un golpe de suerte los hace todavía todavía más ricos, pues al derribar la puerta secreta hallan la fabulosa fortuna y el esqueleto de don Servando, que murió sepultado por su querido oro.

Esto es lo que sucedió en esta casa, que hoy podemos ver con el número 92 de las calles de Uruguay y hasta la fecha se le conoce como Palacio de los Condes de la Cortina y de la macabra leyenda no queda sino el terror y un amargo recuerdo.




jueves, 30 de agosto de 2012

TRADICIONES Y LEYENDAS DE LA COLONIA



El callejón del colgado


En la actual calle de Venustiano Carranza, antes llamada "de la cadena" tuvo lugar un
suceso que originó la presencia de un espectro, y con él, esta leyenda.

Nos encontramos en los años finales del siglo XVI. Los vecinos de la Nueva
España, integrados por indios, mestizos, españoles, y frailes peninsulares en su
mayoría, vivían en permanente temor debido a la gran cantidad de crímenes que
ocurrían a diario, al parecer ejecutados por el mismo sujeto.

Por las noches, en cualquier momento, se escuchaban fuertes alaridos en la calle,
que el asesino profería mientras escapaba. La población sabía que se acababa de
cometer un crimen y entonces, ponían seguro a las puertas y ventanas de sus casas con
fuertes trancas.

Algunas personas lo llegaron a ver. Corriendo, gritando, y aún empuñando la
daga, el ser terrible parecía volar entre las calles empedradas. Todos los que lo vieron
o escucharon, creyeron que era el demonio.

Así, el fraile Zanabria, que en una de esas noches, en compañía de un mestizo,
regresaba de dar una confesión. De lejos lo vieron y en seguida, escucharon una voz
desesperada:
¡La ronda! ¡Venid! ¡Alguaciles! ¡Dios mío, venid!
Temerosos, se acercaron al lugar de donde provenía el llamado y allí encontraron
a un hombre, inclinado sobre otro que yacía en el suelo, cubierto de sangre.
—¡Dios mío! ¿Qué sucede?
—¡Mi hermano se muere, padre! ¡Ha sido acuchillado por ese demonio!
¡Confesadle, por Dios!
Fray Zanabria se inclinó hacia el herido, le tomó la cabeza entre sus manos, mas
se dio cuenta de que agonizaba.
—Lo siento, caballero, sólo puedo darle la extremaunción.
—¡No es posible, padre! ¿Acaso va a morir?
—Callad y dejadme hacer.
El fraile Zanabria, con la cruz y el rosario en mano, procedió al sacramento;
luego, cerró los ojos del muerto y lo cubrió con su túnica. La ronda pasó en esos
momentos, se acercó al grupo. El hermano del difunto se adelantó:
—¡Mirad! ¡Mi hermano Don Jimeno ha sido víctima de ese demonio!
—¡Ira de Dios! ¡Otro muerto acuchillado sin piedad! ¿qué mano perversa es
capaz de tal infamia?
—Lo vimos, señor capitán. ¡Creo que es el mismo diablo!
—Perdonad, padre, pero para mí que es obra de un malvado.
—¡Hombre o demonio sois la justicia! ¡Detenedle!
—Qué más quisiera, pero bien sabéis que ése, tan luego ataca dentro de la ciudad
como fuera de la traza.
En efecto, el criminal daba muerte a sus víctimas en cualquier rumbo de la
capital, sin que fijase un patrón del tipo de personas; lo mismo perecerían hombres que
mujeres, pobres y ricos. Lo único común era la puñalada, honda y certera que asestaba
en el pecho, de manera que el atacado moría casi al instante.
Despoblada prácticamente la ciudad en ese entonces, no siempre se escuchaban
los alaridos del asesino, ni los ayes del moribundo. Sólo se encontraban los cadáveres,
frescos aún, o en los inicios de la descomposición. Cuando esto ocurría, los pobladores
daban por atribuir el crimen al "demonio", pues la soledad de los parajes nocturnos
propiciaba la fantasía. Otros, más incrédulos, lo negaban.

Así, cuando se encontró el cadáver de Don Pedro de Villegas en las afueras de la
ciudad, y se observó que el tipo de herida era más fino, producto de una espada u otra
arma, y también, que había varias heridas en su pecho, y no una, como se sabía,
acostumbraba dar el demonio, un conocido del difunto señaló su sospecha: con
seguridad el crimen había sido ejecutado por el esposo de la mujer con quien don
Pedro tenía amoríos prohibidos. Otro hombre, aunque aceptó el argumento, juró haber
escuchado en ese lugar los alaridos usuales del asesino. La justicia, por su parte, sólo
cumplió con las diligencias de rutina que el caso requería, sin que hiciera ninguna
investigación posterior.

Pero los crímenes continuaron, por lo que el virrey, Don Luis de Velasco II,
reunió a las autoridades civiles y eclesiásticas de la Nueva España, para darles a
conocer su mandato, mismo que decía:
"Yo, el Virrey Don Luis de Velasco II, ordeno, en relación a los crímenes que
agostan a la Nueva España, que si se trata de un ser demoníaco, se haga cargo del
asunto el Santo Oficio; y si es de este mundo, la justicia, a fin de aplicarle al criminal
el más horrible y cruel de los castigos. De modo pues, que para un mismo fin, la
justicia de Dios y del Virrey, trabajarán por separado".
Durante varias noches, se pudo ver a los religiosos recorrer las calles, con las
cruces y utensilios necesarios para el exorcismo; mientras tanto, el capitán y sus
lanceros hacían lo propio. Pero en todas las ocasiones en que el asesino atacaba, los
soldados y los religiosos llegaron tarde; ya la víctima yacía moribunda, y el
responsable había escapado.

Ciertamente oyeron sus alaridos, pero se confundían sobre el lugar de
procedencia de éstos. Los religiosos también lo vieron correr, y aunque hicieron el
esfuerzo de perseguirle, pronto desapareció de su vista.
El asesino se escabullía con presteza, parecía ser hombre y demonio a la vez; un
demonio que tenía, a decir de un fraile, un pie de cabra y el otro de gallo, o que era una
bruja, como señalaba uno de los oidores que formaba parte de la comitiva. Cansados y
temerosos, los frailes oraban en la plenitud del sereno nocturno, para alejar el
maleficio que asolaba a la ciudad virreinal.

Después de un tiempo la persecución cesó. Aun cuando el sentir general era
aprensivo, las actividades de los pobladores se realizaban de manera acostumbrada;
entre ellos el oidor mayor, Don Álvaro de Peredo y Zúñiga, que laboraba como
siempre en su casa, en la calle de la cadena.
Una mañana, el sirviente del oidor entró en su despacho para comunicarle,
sumamente nervioso:
—Perdonad, señor amo, pero un hombre pregunta por vos.
—Decidle que me vea en la Audiencia.
—Le dije tal, señor, más insiste. Dice que es asunto secretísimo, relativo al
demonio criminal.
—¿Qué? ¡Hacedle pasar y dejadme a solas con él!
El oidor lo esperó de pie; entró un hombre de aspecto modesto que se presentó:
—Buenos días, vuestra señoría. Soy Lizardo de Ontuñano, natural de San Lucas,
tahonero de oficio. Me atrevo a molestaros porque...
—¿Decís que conocéis la identidad del asesino, del diabólico ser?
—Así es, señor oidor mayor. Le he seguido varias noches, y le he visto atacar a
sus indefensas víctimas.
—¿Y después...? ¡Continuad!
—Le he seguido y le he visto entrar a su casa.
El oidor mayor se puso de pie, resuelto:
—¡No perdamos tiempo! ¡Vayamos a la Audiencia! Ahí se os dará fuerte
recompensa por revelar la identidad del criminal.
El oidor se hallaba alborozado, en su mente pronto se formó la idea sobre las
ventajas que obtendría por intervenir en asunto tan álgido. Pero el hombre se quedó
callado, sin moverse, a lo que el oidor le demandó:
—¿Pero qué os pasa? ¿Por qué os detenéis?
—Perdonad, señor oidor, pero no busco recompensa por revelar el nombre del
criminal, sino por callarlo.
—¿Qué decís? ¡No os entiendo! ¿Pagar porque calléis? ¡Si lo que precisamos es
saber el nombre del asesino!
Con la cabeza baja, que escondía sus torvos ojos, el hombre le dijo:
—Señor oidor... Es que el asesino es vuestro hermanastro, don Gaspar de
Aceves.
—¡No es posible! Mi hermano está enfermo, ¡Pero criminal no es!
—Averiguadlo, vuestra señoría.
El oidor dejó al hombre en el despacho. Caminó hasta la habitación de su
hermanastro, abrió la puerta, y grande fue su estupor cuando revisó el lecho de éste:
encima de las mantas sucias y revueltas, se hallaba una capa, cuyo embozo tenía
manchas de sangre, y sobre éste yacía un puñal, con el filo cubierto por abundante
sangre reseca.
—¡Es la sangre de sus víctimas! ¡Dios mío!
Cuando regresó donde lo esperaba Lizardo, el oidor iba anonadado. Todavía
dudó por un momento, le costaba creerlo, pero ahí estaban las pruebas; además, sabía
que su hermano no estaba bien de sus facultades mentales. El tahonero esperó un
momento a que se repusiera, entonces le dijo:
—¿Os habéis convencido, verdad? Fije vuestra merced la cantidad de oros que ha
de darme, que yo me daré por bien pagado.
—Idos ahora, señor... Lizardo. Ya os avisaré mañana.
El oidor abandonó su trabajo ese día, torturado por el descubrimiento, por el
conflicto entre su deber y sus sentimientos. Tomada su decisión, al día siguiente
entregó una cantidad a Lizardo de Ontuñano, quien le aseguró su silencio. Por otra
parte, encerró a su hermano.

Sin embargo, el hombre no se conformó, a la primera extorsión continuaron
otras. El oidor mayor había desmejorado. Le pesaban los alcances de la enfermedad de
su hermano, y empezaba a irritarle cada vez más la presencia del extorsionador.
Al fin, una mañana, mandó detenerle; lo culpaba de ser el autor de los crímenes
en serie. Lizardo de Ontuñano, dicen los documentos del Santo Oficio, proclamó su
inocencia, pero fue en vano.

El juicio se acercaba. Él sabía que podía ser condenado, consciente de la
influencia del oidor y de la arbitrariedad de la Inquisición, conocida por todos los
habitantes. Pidió hablar con el oidor mayor, pero al tiempo que lo comunicó al
carcelero, detrás apareció el oidor para interrogarlo.
En la celda, Lizardo quiso chantajear al funcionario, con la amenaza de delatar a
su hermano si sostenía su acusación, pero el oidor no cedió. Entonces, tomaron un
acuerdo: el oidor le propuso que declarara conocer al asesino, haberlo visto, pero no
saber su nombre ni el lugar de su morada. A cambio de ello, juró dejarlo ir. Por su
parte, Lizardo juró guardar el secreto.
Se llevó a cabo el juicio, con el oidor mayor al frente del jurado. Éste le
preguntó:
—¿Confesáis que habéis visto morir a las víctimas, correr la sangre, y saber su
identidad?
—Sí, confieso.
El oidor se levantó de su asiento para señalarlo:
—Miembros de este Santo Tribunal ¡No hay duda alguna! ¡Aquí tenéis al
diabólico asesino! ¡Sometedle a tortura, en tanto se decide la forma de matarle!
El verdugo lo tomó por los hombros, violento lo condujo a la cámara de castigos.
Ahí, fue sometido al suplicio del potro. Un verdugo daba vueltas a unas barras,
colocadas en el extremo derecho del cilindro de madera, que a la cabecera del hombre,
y envuelto en cuerdas, jalaba de sus brazos sujetados. Mientras tanto, un fraile lo
interrogó sobre las razones de sus asesinatos; Lizardo negó todo. Y antes de la fractura
de sus miembros, dijo:
—¡Soltadme! ¡El criminal es el hermano del oidor mayor, Don Gaspar de
Aceves!
Pronto, el fraile acudió con el oidor mayor para comunicarle lo dicho por el reo.
Éste no dio importancia al hecho, adujo una venganza en su contra, y ordenó mayor
tortura hasta lograr su muerte, preocupado en el fondo de que siguiera hablando. Pero
al fraile se le ocurrió una siniestra idea: castigarle por sus crímenes y por difamación al
oidor. Intrigado, éste quiso saber de qué manera se haría tal castigo, a lo que el fraile
respondió:
—Vivís en la calle de la cadena. ¡Que sea colgado de la cadena superior que está
frente a vuestra casa!
El día de la ejecución, la gente se agolpaba en las aceras, furiosa arremetía en
contra del reo, que en esos momentos pasaba, en medio de la procesión de guardias y
religiosos.
Una vez que llegaron al lugar, la sentencia fue leída por el pregonero. Colgaron
la cadena a su cuello y entonces, el fraile se acercó al hombre, ya aniquilado por las
torturas. En tono piadoso le expresó:
—Confesad vuestros crímenes para que vuestra alma pueda llegar al cielo.
—Sois sacerdote. Decidle a ese Dios que invocáis, que me permita volver a este
mundo a demostrar mi inocencia.
—¡No puedo pedir tal cosa!
—Lo haré yo, si llego a vislumbrar el cielo. ¡Y os juro por Dios, que vos también
sabréis de mi inocencia!
A lo lejos, ya aletargado, escuchó la orden de su muerte.
Su cuerpo quedó pendido de una de las cadenas superiores de la casa frontal a la
del oidor mayor, donde quedó tres días, expuesto al morbo público. Al cuarto día, el
cadáver fue bajado.

Por su parte, el oidor Don Álvaro de Peredo, mandó poner gruesas rejas en la
habitación de su medio hermano, en el mismo día de la ejecución. Quería asegurarse
de evitar sus crímenes, pero a la vez, también era una forma de castigo hacia el
verdadero criminal, porque el remordimiento lo atormentaba.
Esa noche, en que la pestilencia del cadáver todavía impregnaba la calle, un
impulso irracional lo hizo salir. Adelantó unos pasos hacia la casa de enfrente, y al
elevar la cabeza, vio, entre la luz de la luna llena, la sombra del ahorcado.
Pensó que era una alucinación, una visión de su conciencia, pero de día y de
noche, durante semanas y meses, la silueta siguió apareciendo en el mismo lugar. Ya
no quería salir de su casa, pero algo lo impulsaba siempre; entonces, evitaba mirar
hacia la cadena, mas una fuerza ultraterrena lo hacía volver la cabeza, elevar la vista.
Poco tiempo después, encerrado en su alcoba, ya enfermo, sintió la misma fuerza
magnética que provenía de los muros de su habitación: en ellos se dibujó la sombra.
El oidor, atado por el miedo, empezó a rezar, pero la silueta seguía ahí. Entonces
cobró valor:
—¡Marchaos de aquí, sombra ominosa! ¡Comprended, tenía que salvarlo!
Transcurrieron siete meses del suceso. Los crímenes cesaron, y la confianza
volvió entre los habitantes de la capital. Pero una noche, se escuchó el temible alarido
y con él, el descubrimiento de una nueva víctima. El oidor tuvo la seguridad de que su
hermano no era el autor, pues encerrado estaba, y se hallaba dormido la noche del
asesinato.

Dos días después, un hombre que caminaba por la calle, ya avanzada la noche,
fue atajado por la siniestra figura, que al instante levantó el brazo, con puñal en mano,
dispuesto a matarle. Pero entonces, el asesino sintió una presencia atrás, y se detuvo.
Al volver el rostro, se topó con un espectro, un esqueleto que lo levantó, con enorme
fuerza, y sin darle tiempo a nada, rodeó su garganta, y apretó, hasta verlo morir.

El hombre que se había salvado del asesino, se alejó del lugar, tembloroso ante la
visión de lo ocurrido. Horas más tarde, casi al alba, la ronda de alabarderos descubrió
el cuadro: en el suelo yacía un cadáver, y junto a él, un esqueleto le rodeaba el cuello
con sus manos descarnadas.
Uno de ellos identificó al cadáver como el hermano del oidor mayor, pero no se
supo explicar la presencia del esqueleto, y su identidad; sólo se notó la cadena que
colgaba de su cuello sin piel.
Se llamó al Santo Oficio, quien exorcizó el lugar. Mientras tanto, las autoridades
trataban de explicarse el hecho insólito. Al parecer, el esqueleto asesinó a Don Gaspar
Aceves, pero esto no tenía sentido.
Al fin, tuvieron la respuesta. Un hombre, que venía apoyado en su esposa, llamó
a las puertas de las autoridades religiosas para dar su testimonio sobre el atentado
sufrido la noche anterior, y sobre el espectro que lo salvó.
Una vez interrogado, quedó claro que el asesino era el hermanastro del oidor. En
cuanto al esqueleto, el testigo dijo haber escuchado, acaso como parte de su
alucinación, que éste dijo a Don Gaspar cuando lo estrangulaba: "¿No me conocéis?
¡Soy Lizardo de Ontuñano, que viene a demostrar su inocencia!"
Los ahí presentes disimularon su risa, pero el fraile, confesor de Lizardo a la hora
de su muerte, contestó muy serio:
—Es verdad lo que dice este hombre. Se trata del mismo cristiano a quien dimo
muerte, acusado por el oidor mayor. No cabe duda, yo mismo vi la cadena en su cuello
al hacer el exorcismo, pero no creí.
Uno de los oidores comunicó:
—Pediré instrucciones al virrey; entre tanto, detendremos al oidor mayor.
El fraile contestó:
—Demasiado tarde, vuestra Señoría. El oidor mayor se ahorcó.
Al día siguiente, el esqueleto fue enterrado en el cementerio.
Por mucho tiempo, la calle de la cadena fue denominada como "calle del
colgado", quizá debido a la ejecución de Lizardo de Ontuñano, o al suicidio del oidor
mayor.
La leyenda empezó con la muerte de ambos, pero por mucho tiempo, aseguran
las personas que la vieron, se mecía la sombra del ahorcado bajo las cadenas que se
extendían de un extremo al otro del muro.



miércoles, 29 de agosto de 2012

EL PANTEON DE DOLORES



PANTEON DE DOLORES


Comprendido muy fuera de los límites de la Ciudad de México de mediados del siglo XIX, el terreno fue adquirido en 1870 por la Sra. Dolores Murrieta de Gayosso, una de las fundadoras de "Eusebio Gayosso y Compañía", empresa con más de 130 años en los servicios funerarios en México, con el afán de crear un panteón de administración particular en base a las Leyes de Reforma, que quitaban a la iglesia el monopolio sobre el Registro Civil y el servicio de panteones y cementerios, en el año de 1872 es adquirido un lote por parte del gobierno federal para crear la Rotonda de los Hombres Ilustres por orden del presidente Sebastián Lerdo de Tejada.
Pero la lejanía del terreno de la ciudad lo hizo una inversión cara y prefirió venderlo en 1874 a la Compañía Benfield Becker quien lo vende al gobierno en 1879,1 cuando se le pone su actual nombre, este panteón permitió el cierre de varios cementerios ubicados en el centro de la ciudad, como el de San Fernando y el de Santa Paula localizado donde hoy se ubica la colonia Guerrero, en la delegación Cuauhtémoc. Siendo abierto al público el 24 de agosto de 1882, año en que fue prolongada una línea de tranvía con tracción animal, que permitía a los habitantes de la ciudad transportar en tranvías especiales a los cadáveres para su entierro.
Como pieza arquitectónica por sus diferentes calles el panteón presenta toda una gama de estilos de construcción en sus tumbas, desde macizas construcciones de granito de finales del siglo XIX, de mármol colado del siglo XX y modernos de acero. En este aspecto la hoy llamada Rotonda de las Personas Ilustres, presenta toda una gama de tumbas con diseño de lo mas variado, siendo la de David Alfaro Siqueiros la que mas llama la atención de Armando Ortega inspirada en la reconocida obra "Prometeo" del maestro Siqueiros.
LEYENDAS -
Alrededor del panteón se han armado muchas historias, varias con tono mítico como el del "Angelito-Diablito" que se presenta a los visitantes saliendo de las tumbas más antiguas, la que gira alrededor de la estatua del "Soldado" ubicada en la tumba del presidente Venustiano Carranza y la del "Charro negro" que se presenta como un doliente ante los descuidados visitantes para luego revelarse como el diablo.
Otras basadas en hechos reales son las que giran alrededor de las pulquerías que se ubicaban en la colonia América frente a la entrada principal, donde antaño se encontraba una plaza de toros y un deposito de tranvías, por lo que para dotar de la tradicional botana a su concurrencia se dotaban de verduras y caracoles cosechados en la parte mas interna del panteón entre las tumbas, aunque por la década de 1870, esa zona aun estaba sin utilizar, otra era el uso de las "Chomas", el casquete de cráneo que les quedaba a los cuerpos que habían pasado por una necropsia, la cual era limpiada y sellada para servir en ellas el pulque.
Otra son los mitos sobre desaparecidos políticos que eran enterrados en la fosa común, por lo que el descubrimiento en el 2000, por parte de unos estudiantes de una cueva en la barranca norte con cientos de huesos humanos causo alarma en la población, aunque luego se supo que esta es usada como osario por parte de la administración del panteón, cuando debe por ley sacarse los restos de cuerpos tras siete años de inhumación.
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("Este bello cementerio tiene casi cien años y la administración del mismo ha estado desde un inicio, en una sola familia; los Jaurrieta. Es uno de los panteones más grandes de la república Mexicana y también, de Latinoamérica, con un poco más de 200 hectáreas dentro de una de las ciudades más grandes del mundo –la ciudad de México–.
Claro, en un inicio estaba a las afueras de la misma, pero conforme ha avanzado el crecimiento de la mancha urbana, se fue aproximando y hoy, queda dentro a un lado de la segunda sección de Chapultepec.
Sobre la avenida Constituyentes, el Panteón de Dolores tiene autenticas joyas en su haber, y no hablo de uno de los 23 lotes particulares –la Rotonda de los Hombres Ilustres, el lote de las Águilas Caídas del Escuadrón 201, que muy poca gente sabe, pero si murieron algunos soldados, pilotos en aquel contingente que se envió a la guerra del pacifico durante la segunda guerra mundial; el lote alemán, italiano, de los tramoyistas, panaderos, maestros jubilados, etc.– que existen dentro de sus bardas, sino de autenticas bellezas esculpidas en piedra y mármol que datan de décadas anteriores.
Se calcula solamente que el Panteón de Dolores tenga albergados cerca de 6 millones de personas muertas en sus tumba y osarios, aunque usted no lo crea.
Si desea comprar un lote o nicho, en este afamado panteón, se llevaría un chasco, ya que no hay disponibles por parte de la autoridad, pero hay gente que en los periódicos venden su propiedad en tan distinguido lugar, cediendo la perpetuidad a través de un contrato privado de compra – venta.
Así, podrá esperar a que le llamen a cuentas el día del juicio final, en compañía de distinguidos personajes como Mariano Azuela (escritor), Francisco González Bocanegra (autor de la letra del Himno Nacional), David Alfaro Sequeiros o Diego Rivera, pintores; Dolores del Río una de las actrices mas bellas del Mundo, Octavio Paz, escritor diplomático y premio Nóbel de literatura, único que ha dado México, etc.



LA ESTACION DE TRANVIAS DE INDIANILLA


TRANVIAS DE MEXICO





Una particularidad digna de ser mencionada: Hasta poco antes de que el servicio se transformara en eléctrico, lo que ocurrió en parte de las líneas en el año de 1900, los tranvías paraban a solicitud del pasajero en cualquier lugar de las calles, incluso frente a los domicilios donde también podían ser abordados y no tan solo en las esquinas como se estableció después

Se van las mulitas y llegan los troles...
Mientras tanto, el 5 de marzo de 1896 el gobierno autorizó la electrificación del sistema de tranvías y para el año de 1898 se iniciaron las obras de cambio de vías y construcción de las redes eléctricas de corriente directa para dar servicio a la primera línea que correría desde Plaza de Armas hasta Tacubaya. También se construyeron los Talleres y las Plantas Generadoras deIndianilla de lo que se denominó a partir de entonces la Compañía Limitada de Tranvías
Eléctricos
ESTACIÓN DE INDIANILLA
Indianilla era un conjunto de talleres y depósito de tranvías. El taller empieza a instalarse en 1898 y al año siguiente se ensamblan los primeros carros eléctricos. El servicio se inició el 15 de enero de 1900, mismo que fue inaugurado por el presidente Porfirio Díaz.

En 1967, una india llamada María Clara, quien tenía varias propiedades, vendió algunas al padre Domingo Pérez Barcia; lo mismo hicieron las indias María Concepción y María Paula, por esta razón al lugar se le conoció como "los terrenos de las indianillas". En 1889 estos terrenos fueron adquiridos por la Compañía de Tranvías. El conjunto Indianilla operó hasta la década de los 50´, época en la que el servicio tranviario. El barrio de la Indianilla fue famoso entre los noctámbulo por los caldos (de pollo) que ahí se vendían hasta entrada la madrugada.

Estos caldos forman parte de la fisonomía histórica de la colonia, con objeto de dar servicio a los conductores de tranvías que a medio noche llevaban su armatoste a guardar al depósito situado en el barrio de Indianilla, y para que los conductores que acudían en la madrugada a ese mismo lugar antes de iniciar la primera corrida, se fueron estableciendo los típicos puestos de consomé de pollo, que imprimieron a esa barriada un peculiar aspecto. Tales cenadurías estaban en plena calle, construidas toscamente con paredes de tablas y techo de tejamanil. Fueron haciéndose famosas a partir de los años 20 y más adelante las visitaban no sólo tranviarios sino gente de todos los rumbos de la ciudad y de muy diversas condiciones sociales y económicas.
¡¡¡¡ A que tiempos señor Don Simon !!!!